La mayoría de nosotros crecimos creyendo que la vulnerabilidad es sinónimo de debilidad.
Yo misma crecí con el juicio de que tenía que “armarme” porque de lo contrario me pasaban por arriba. Y ahí di vida a mi “guerrera”, me armé con escudo y espada para defender mi territorio, para protegerme y proteger a mi entorno más íntimo.
Aprendí la autosuficiencia, a arreglármela sola, a no pedir ayuda. Quería mostrarle al mundo que era fuerte, segura, que podía imponerme y alcanzar los objetivos que me proponía.
Podía ser sostén para otros pero no era una posibilidad que otros sean sostén para mi. Y así se fue moldeando mi cuerpo, bien armadito, erguido, con la columna vertebral recta y la cabeza elevada, listo para “sostener”.
Mantener una máscara para ocultar tu vulnerabilidad probablemente te haya servido en algún momento como me sirvió a mí, pero sostenerla en el tiempo para lo único que te sirve es para añadir sufrimiento.
El sufrimiento es un dolor del cual no te estás haciendo cargo. No sentís el dolor porque negar tu vulnerabilidad te lleva a no sentir, a bloquear tu mundo emocional, a desconectarte de tu verdadera esencia. Pero si no sentís el dolor, tampoco vas a sentir una caricia, un abrazo, tampoco te vas a sentir a vos. Y esto favorece a generar distancias, a poner barreras.
Yo misma estoy aprendiendo a dejarme cuidar, dejarme abrazar, dejarme sostener. No me resulta fácil. Mi antigua forma de ser quiere hacerse presente una y otra vez. Pareciera no estar dispuesta a darse por vencida. Me susurra al oído: ¡Yo puedo sola!
Hoy te puedo decir que lo sigo intentando, aunque me incomode, porque cada vez que lo intento soy testigo de todo lo que me regala mi vulnerabilidad.
La vulnerabilidad te regala el conectarte con otros, el reconocerte parte de algo más grande que te complementa, el darte un lugar de conexión con tu ser genuino, con tu parte más intuitiva y creativa, un cuerpo que fluye más liviano, flexible, expandido y por sobre todas las cosas más auténtico y libre.
Muchos de nosotros necesitamos aprender a amigarnos con nuestra vulnerabilidad. El reconocerla y aceptarla nos permite conectar con las personas que nos rodean. El ignorarla y ocultarla detrás de una máscara, nos aísla dentro de un mundo con fronteras autoimpuestas en el que vivimos anestesiados sin sentir el dolor pero tampoco el amor.